lunes, 23 de enero de 2012

La Estructura del Universo


 El Absoluto





Filosóficamente, el hombre puede suponer un Absoluto. Un Abso­luto así incluiría todas las dimensiones posibles tanto de tiempo como de espacio. Lo que es decir:

Incluiría no sólo todo el universo que el hombre puede percibir o imaginar, sino todos los demás universos semejantes que puedan encon­trarse más allá del poder de nuestra percepción.

Incluiría no sólo el momento presente de todos aquellos universos, sino también su pasado y su futuro, cualesquiera sea lo que puedan sig­nificar pasado y futuro, en su escala.

Incluiría no sólo cuanto se ha actualizado en todo el pasado, presen­te y futuro de todos los universos; sino, también, cuanto potencialmen­te pudiera actualizarse en ellos.

Incluiría no sólo todas las posibilidades para todos los universos exis­tentes, sino también todos los universos en potencia, aunque aquéllos no existan o nunca hubieran existido.

Una concepción de esta clase es, para nosotros, filosófica. Lógica­mente debe ser así, pero nuestra mente es incapaz de asirla o de dotar­la de algún sentido.

En el momento mismo que pensamos acerca del Absoluto, tenemos que pensarlo modificado en una u otra forma. Tenemos que pensarlo en la forma de algún cuerpo, cualidad o ley. Pues tal es la limitación de nuestra mente.


Ahora bien: el efecto o la influencia de un cuerpo cualquiera sobre otro varía en tres sentidos:


(a) En proporción inversa al cuadrado de su distancia [1] – medimos este efecto como radiación, o como el efecto activo de lo más grande so­bre lo más pequeño.

(b) En proporción directa a su masa – medimos este efecto como atracción, o efecto pasivo de lo más grande sobre lo más pequeño.

(c)    En proporción directa a su distancia –medimos este efecto como tiempo, o efecto retardado entre la emisión de la influencia del más grande y la recepción por el más pequeño.

(d)    Estas, en efecto, constituyen las tres primeras modificaciones de la unidad, las tres primeras modificaciones del Absoluto.


Imaginemos una bola de hierro candente, que representa la unidad. Su composición, peso, tamaño, temperatura y radiación constituyen una cosa, un ser. Pero su efecto sobre cuanto lo rodea se desarrolla de acuerdo con tres factores – los alumbra y calienta en proporción direc­ta a su distancia. Si su masa y su radiación son constantes, entonces este tercer factor, aunque efectivamente presente, permanece invisi­ble e inmensurable. Mas, en cuanto a todos los objetos que están en re­laciones diferentes respecto a la bola radiante, el efecto combinado de estos tres factores será diferente y distinto. Así, las variaciones en el efecto de la unidad radiante, mediante interacción de los tres facto­res, son infinitas.

En este caso, sin embargo, estamos va afirmando dos cosas – una unidad radiante y su derredor. Imaginemos en su lugar una sola bola, en la que su polo norte está candente y el polo sur está en el cero ab­soluto. Si suponemos que esta bola o esfera es fija en su forma, tamaño y masa, cuanto mayor sea el calor del polo norte, mayor será la cale­facción de la materia en su vecindad y, en consecuencia, mayor será la condensación de la materia en la vecindad del polo frío. Si se proyecta este proceso al infinito, la radiación y la masa se separarán por ente­ro, representando el polo norte algo así como la pura radiación y el polo sur, la pura masa.

[1] Esto es al doble de la distancia, solamente se siente un cuarto de la cantidad de influencia.









Ahora bien, prácticamente dentro de la esfera misma estos tres fac­tores –radiación, atracción tiempo– crearán un número infinito de condiciones físicas un número infinito de relaciones con uno y otro polo. Las tres modificaciones de la unidad habrán creado la variedad infinita.

Cualquier punto de la esfera recibirá una cantidad definida de ra­diación desde el polo norte, sentirá un grado definido de atracción hacia el polo sur, y se separará de ambos polos (sea al recibir impulsos de aquéllos o sea ya al reflejar, de vuelta, los impulsos a aquéllos) por pe­ríodos definidos de tiempo. Estos tres factores juntos, podrían integrar una fórmula que proveería una definición perfecta de cualquier punto particular de la esfera, la cual indicaría exactamente su naturaleza, sus posibilidades y sus limitaciones.

Si llamamos cielo al polo norte y al polo sur infierno, tenemos una figura que representa el Absoluto de la religión. Al presente, empero, nuestra tarea es aplicar este concepto al Absoluto de la astrofísica, a ese cuadro del Todo que la ciencia moderna pugna por discernir a tra­vés de distancias insondables y de inimaginables duraciones que, repen­tinamente, se abrieron ante aquélla.

Para esto tenemos que imaginar toda la superficie de nuestra es­fera universal, con sus dos polos de radiación y atracción, tachonada de galaxias, del modo como toda la superficie del sol lo está con vórtices de fuego y toda la superficie de una naranja está perforada de po­ros. Cada una de las galaxias es tan grande como nuestra propia Vía Láctea, mas en relación con la esfera universal, cada una no es más que una cabeza de alfiler.

Esta esfera universal no está sujeta a la medición ni a la lógica hu­manas. Los intentos de medición realizados en diferentes formas, redu­cen unos a los otros al absurdo y deducciones igualmente plausibles acerca de aquélla, llevan a conclusiones diametralmente opuestas. Ni es­to es de sorprender cuando recordamos que esta es la esfera de todas las posibilidades imaginables e inimaginables.

Mirando, por ejemplo desde nuestro punto infinitesimal en el in­terior de un punto, dentro de un punto, a la superficie de esta esfera, los hombres pueden ver ahora con telescopio, galaxias desde las cuales la luz emplea 500 millones de años para alcanzarnos. Es decir, ven las galaxias como fueron hace 500 millones de años. Empero, al mismo tiem­po, cree la ciencia moderna que toda esta esfera infinita ha sido creada solamente hace unos cuantos miles de millones de años en un lugar y que ha estado expandiéndose desde entonces. Muy bien, supongamos que se construyeran telescopios una docena de veces más penetrantes que los que existen hoy día. Entonces, los astrónomos verían la crea­ción del universo. Verían la creación de nuestro propio universo en el comienzo riel tiempo, por la penetración infinita en la distancia.

Tales anomalías son posibles solamente en una esfera universal de la clase que hemos imaginado, donde un polo representa la radiación o punto de creación, el otro polo la atracción o punto de extinción y donde todos los puntos están tanto conectados como separados por la in­acabable superficie curva del tiempo.

Desde un punto de vista todas las galaxias, todos los mundos, pue­den verse como si se movieran lentamente desde el polo de radiación hacia el ecuador de expansión máxima, sólo para reducirse nuevamente hasta el polo final de masa. Dude otro punto de vista, puede ser la fuerza de vida, la conciencia misma del Absoluto, la que está haciendo este peregrinar imperecedero. Y, una vez más, de acuerdo con nuestra misma definición del Absoluto, todas las partes, posibilidades, tiempos y condiciones de esta esfera universal deben existir juntas, simultáneas y eternas, cambiando siempre y siendo siempre las mismas.

En una esfera de esta clase, todos los diferentes conceptos de la an­tigua y moderna física pueden unirse. La esfera toda es aquel espacio cerrado postulado primero por Riemann. La nueva idea de un universo en expansión, que aumenta al doble sus dimensiones cada 1,300 millo­nes de años, es una expresión del movimiento desde el polo de radia­ción hacia el ecuador de la expansión máxima. Aquellos que describen el universo con un comienzo de densidad de muerte y que crece más y más en calor hacia alguna muerte final por el fuego absoluto, tienen puestos los ojos en el movimiento desde el polo de masa hasta el polo de radiación. Aquellos que lo describen como creado en el fuego absolu­to y que se hace más y más frío hasta la muerte final por enfriamien­to y condensación, tienen puestos los ojos en el movimiento inverso. Mientras Einstein, en el intento –con su intangible e inconmensurable ‘repulsión cósmica’– de satisfacer la necesidad de una tercera fuerza, agrega a este cuadro de dos polos la superficie mediadora y conectante del retardo o tiempo.

Todas estas teorías son verdaderas y falsas por igual: como eran las de aquellos ciegos en el cuento oriental que, al describir un elefante a tientas, decía el uno que era como una cuerda, el otro que era como un pilar y, un tercero, que era como dos fuertes lanzas.

Todo lo que con verdad podemos decir es que el Absoluto es Uno y que, dentro de este Uno, tres fuerzas –que se diferencian en sí mismas como radiación, atracción y tiempo– crean de consuno el Infinito.




La Vía Láctea en el Mundo de Nebulosas Espirales



Dentro del Absoluto podemos considerar, empero, las unidades ma­yores susceptibles de ser reconocidas por el hombre. Estas son las ne­bulosas galácticas, cerca del centro de una de las cuales, conocida por Vía Láctea, existe nuestro Sistema Solar. Aunque la existencia de otras nebulosas más allá de la nuestra, el hombre sólo la conoció con la erec­ción de los modernos telescopios, varios centenares de miles están ahora al alcance de su vista y varios cientos de aquéllas han sido claramente observadas.

La apariencia de estas nebulosas, cada una de las cuales se compone de incontables millones de estrellas, es muy diferente. Algunas parecen líneas de luz, otras con forma de lentes y otras más son como espirales en las que corrientes de soles parecen brotar desde el centro como llu­via radiante. Esta variación, sin embargo, se está de acuerdo en que no es de la nebulosa misma, sino resultado del ángulo desde el cual la ve­mos – sea ya desde el borde, ya desde algo por encima de su plano, o ya mirando directamente desde abajo sobre ellas.

Toda nebulosa, incluso nuestra Vía Láctea, tiene de hecho el mis­mo diseño fundamental. Son, aparentemente, vastos discos de estrellas, separados cada uno por un infinito de distancia de los otros, aunque cada uno es tan inmenso que las estrellas que lo forman, por su solo nú­mero, parecen fluir y discurrir al modo de un gas o un líquido bajo la influencia de alguna gran fuerza centrífuga. Esta fuerza les imparte un movimiento o forma en espiral, a semejanza de una tromba en un are­nal que imparte movimiento en espiral a la columna de polvo que levanta.

Es indudable que nuestra Vía Láctea posee, también, esta forma centrífuga pero, naturalmente, sólo puede verse desde afuera. Para nosotros, situados dentro de su plano, aparece como una línea curva o arco de luz en los cielos por encima nuestro. Por contraste, vemos el Sol como un plano curvo o disco y, del mismo modo, magnificados los planetas. Mien­tras que al aproximarnos todavía más a nuestra escala, lo que podemos explorar de esta tierra es un sólido curvo o la superficie de una esfera.

Estas tres formas –arco, disco y esfera– son aquéllas en las cuales tres grandes escalas de entidades celestes se presentan a la percepción humana. Evidentemente no son estas las formas reales de esas entidades, pues sabemos muy bien que, vista desde cualquier otro lugar, la Vía Láctea, por ejemplo, aparecería no como una línea sino, a seme­janza de otras galaxias, como un disco giratorio.

Empero, estas formas aparentes de los mundos celestes son muy in­teresantes y de importancia. Porque pueden decirnos mucho, no sólo acerca de la estructura del universo sino, también, acerca de la percepción del hombre y, por este medio, acerca de su relación con estos mun­dos, y de la relación entre éstos.

Ahora bien, la relación entre un sólido curvo, un plano curvo y una línea curva es la relación entre tres dimensiones y una dimensión. Así se nos puede decir que percibimos la tierra en tres dimensiones, el Sis­tema Solar en dos dimensiones y la Vía Láctea en una dimensión. A otras galaxias las percibimos solamente como puntos. En tanto que al Absoluto no lo podemos percibir en ninguna dimensión – es absoluta­mente invisible.

Así, esta escala de mundos celestes –Tierra, Sistema Solar, Vía Láctea, la Totalidad de Galaxias y el Absoluto– presenta a la percep­ción del hombre una progresión muy especial. Con cada ascenso en es­ta escala, se le hace invisible una dimensión. Esta curiosa ‘pérdida’ de una dimensión es aparente aun en niveles que están más allá de su per­cepción, pero que todavía puede imaginar. En relación al Sistema Solar, la Tierra no es más una bola sólida sino una línea de movimiento; en tanto que en relación con la Vía Láctea, la elíptica del Sistema Solar deja de ser un plano para ser un punto. En cada caso, ‘desaparece’ una dimensión inferior.

Al mismo tiempo, con cada expansión de la escala se agrega una nueva dimensión ‘superior’ – la misma que es tanto inalcanzable como invisible a la entidad menor. De este modo el hombre, él mismo un só­lido y tridimensional –esto es, alto, ancho y grueso– puede trasla­darse por sobre toda la superficie de la tierra, creando la configuración de esta superficie, en su escala, el mundo tridimensional en que vive. Empero, en la escala de la tierra, esta superficie deviene únicamente bidimensional, a la que se agrega una nueva tercera dimensión –el grosor de la tierra– que es inconocible e impenetrable por el hombre. Puede decirse, así, que la tercera dimensión de la tierra es una especie diferente y superior de tercera dimensión, inconmensurable con la ter­cera dimensión del hombre.

Es así como en esta gran jerarquía celeste, cada mundo superior pa­rece descartar la dimensión inferior del mundo que queda por debajo, y agregar una nueva dimensión arriba o más allá del alcance de ese mundo. Cada uno de tales mundos completos existe en las tres dimen­siones de espacio, poseyendo empero una dimensión más que aquél que está debajo y una menos que el que está encima. Significa esto que ca­da mundo es parcialmente invisible para aquellos mundos mayores y menores que él mismo. Pero, en tanto que es la dimensión inferior del mundo menor la que desaparece en relación al mayor, es la dimensión superior del mayor la que es invisible al menor.

Desde nuestro punto de vista, podemos expresar que cuanto mayor es el mundo celeste, tanto más de aquél debe ser invisible; mientras que aquellas partes de tales mundos superiores, en cuanto son visibles al hombre, deben siempre pertenecer a sus dimensiones inferiores o más elementales.

Podemos comenzar a comprender mejor, ahora, el significado de es­ta apariencia linear de la Vía Láctea. Debe significar que la Vía Lác­tea real es mayormente invisible. Lo que vemos es una ilusión de nues­tra percepción limitada. El aparente ‘arco de luz’ debe ser un efecto de nuestro no verla en suficientes dimensiones.

Cuando vemos líneas o círculos aparentes en nuestro derredor or­dinario, sabemos bien qué hacer en orden a investigar los cuerpos a que pertenecen. Sea que nos movamos en relación a ellos, o sea que los mo­vamos en relación a nosotros. Al sentarme a la mesa en una habitación a oscuras, veo algo que semeja una línea de luz; mas al levantarme pa­ra ver más de cerca, la línea se transforma en un círculo; extiendo mi mano hacia aquello y cojo un objeto que resulta ser un vaso de vidrio. Antes de que hubiera alzado el vaso sólo había sido visible el círculo de la boca del vaso, revelado por la luz – primero al nivel del ojo y luego, desde arriba. Ahora, cuando le doy vuelta en mis manos, mi re­lación cambiante con aquél en el espacio y el tiempo, revela que no es ni una línea ni un disco, sino un cuerpo sólido dotado de toda clase de propiedades y que contiene una interesante bebida.

Esto no podemos hacer en relación con la Vía Láctea ni con otras galaxias. En su escala no podemos cambiar ni en un punto nuestra po­sición, sea en el espacio sea en el tiempo. En relación a aquélla somos puntos fijos y no hay modo de alterar nuestra visión de las mismas. Aun los movimientos de la Tierra y el Sol no producen un cambio per­ceptible en el punto de vista del hombre en millares de años; mientras que esos milenios, comparados con la edad de las galaxias, no tienen duración alguna. Es como si estuviéramos condenados por toda la vida a ver solamente el anillo del vaso. E, igualmente, podemos suponer que esto es nada más que un anillo o sección transversal de la galaxia que ven los hombres, y que siempre deben ver con su percepción corpórea.

¿Cuál podría ser la naturaleza real de la Vía Láctea y la de su re­lación con otras galaxias? ¿Qué es en sí misma una nebulosa? Estaría­mos perdidos a no ser por el hecho de que la relación entre los mundos celestes, la Tierra, el Sistema Solar y la Vía Láctea, deben tener para­lelos exactos en los mundos inferiores de electrones, moléculas y célu­las. Pues esta relación entre mundos interpenetrantes es por sí misma una constante cósmica, que puede verificarse tanto arriba como abajo. En su propia escala –revelada por el microscopio– una célula es un organismo sólido tridimensional, pero para el hombre es sólo un pun­to inmensurable. Es así como, entre los mundos microcósmicos, se pue­de observar las mismas adición y substracción de dimensiones. Pero con esta diferencia – que en este caso la naturaleza y el ser del mundo superior, su relación con y el poder sobre los mundos inferiores dentro de él, pueden conocerse y estudiarse. Porque ese mundo superior es el hombre mismo.

Ahora bien, la situación de nuestro Sistema Solar dentro de la Vía Láctea es casi exactamente la misma de una célula sanguínea dentro del cuerpo humano. Un corpúsculo blanco se compone, también, de un núcleo o sol, su citoplasma o esfera de influencia; y éste, también, está rodeado por todos lados por incontables millones de células semejantes o sistemas, formando el todo un gran ser cuya naturaleza sería, para la célula, difícilmente susceptible de concebirla.

Si, esto no obstante, comparamos el cuerpo humano a algún gran cuerpo de la Vía Láctea y una célula de ésta con nuestro Sistema Solar y queremos encontrar un punto de vista comparable al de un astróno­mo humano en la tierra, deberíamos esforzarnos por imaginar la per­cepción de algo semejante a un electrón de una molécula de la célula. ¿Qué podría conocer tal electrón acerca del cuerpo humano? Qué, en verdad, conocería acerca de su célula o aún de su molécula? Tales or­ganismos serían tan vastos, sutiles, eternos y omnipotentes en relación a él, que su verdadero significado estaría muy lejos de su comprensión, Empero, no hay duda que el electrón percibiría algo de su universo am­biente; y, aunque esta impresión estaría muy lejos de la realidad, es interesante para nosotros imaginarla.

Pues estos electrones, por la profunda insignificancia de su tamaño y duración serían, también, como los hombres dentro de la Vía Láctea; puntos fijos monodimensionales, incapaces de cambiar la visión de su universo humano ni en el grosor de un cabello. Es cierto que su célula estaría recorriendo su arteria así como el sol recorre su trayecto en la Vía Láctea –y que esta célula puede esperarse que realice muchos mi, les de circuitos del gran cuerpo en el curso de su existencia. Mas para el electrón nada significará esto, porque en toda la duración de su fugaz vida, la célula no habría avanzado ninguna distancia mensurable.

Así pues, como puntos, los electrones mirarían sobre una sección transversal estacionaria del cuerpo humano, en ángulos rectos a la ar­teria en la que fué destinada a moverse su célula. Esta sección trans­versal constituiría su universo visible o presente. Dentro de este uni­verso se daría cuenta, primero y sobre todo, del resplandeciente núcleo de su célula, fuente de toda luz y de toda vida para aquéllos y para to­do el sistema de mundos en el cual viven, Mirando más allá de este sistema, en el cenit –esto es, fuera de su sección transversal y arriba, dentro de la arteria– nada verían, porque sería aquí donde su célula y su universo marcharían en futuro. Un espacio igualmente vacío yace­ría debajo de ellos en el nadir. Porque sería de aquí de donde habría procedido su universo, o pasado.

Si, esto no obstante, mirasen fuera, siguiendo el plano presente de su universo, verían resplandecer por todos los lados con apariencia de ser un anillo brillante formado por un número infinito de otros núcleos celulares o soles, más o menos distintos del propio. De tener algún in­genio, podrían comprender que esta apariencia de anillo era una ilu­sión resultante de la reducción de la distancia y, en cambio, podrían suponerlo un vasto disco de células de las que la suya sería apenas una entre muchos millones. Posteriormente, midiendo la densidad de la nu­be celular en, los varios puntos del compás, podrían aun calcular que su propia posición está cerca del centro o más cerca de uno u otro borde de este disco. En esta forma podrían localizar su propio sistema den­tro de su galaxia. Pues este disco o nube de forma circular sería su Vía Láctea.

En muchos sentidos, los descubrimientos de los electrones pueden ha­cer paralelo a los descubrimientos de los astrónomos humanos y aqué­llos harían frente a problemas muy semejantes. A medida que estudia­ran la Vía Láctea de otras células y aplicaran métodos sutiles de medi­ción, podrían, por ejemplo, alcanzar la idea –como lo hicieron los as­trónomos humanos, en circunstancias parecidas – de que todas estas células o soles imperceptiblemente estaban retirándose. Ante esto los astrónomos humanos llegan a la conclusión de que los soles de la Vía Láctea fueron creados todos juntos, en una masa de compacta densidad y que, desde entonces, han estado retirándose al exterior desde el centro, en un disco que constantemente se dilata y constantemente rarifica. Ellos hablan de un ‘universo en expansión’. Si alcanzaran los electro­nes una conclusión análoga con respecto a su universo, por supuesto es­tarían describiendo lo que ocurre en una sección transversal del cuer­po humano después de la adolescencia, cuando dejan de multiplicarse las células pero donde las ya existentes se extienden, se dilatan y se sa­turan de agua y de grasa, produciendo el efecto de un cuerpo que se expande en circunferencia.

Por fin, cuando han agotado la especulación sobre su Vía Láctea, pueden los electrones descubrir, a inmensurable distancia más allá de sus límites, pero aún sobre el mismo plano, delgadas líneas y nubes que parecerían universos semejantes. Esto podríamos reconocer como la sec­ción transversal de otros cuerpos humanos. Pero para los electrones se­rían nebulosas extra–galácticas.

Pues bien, el estudio de estas distantes nebulosas o universos puede introducir a algunos curiosos problemas al observador electrónico. Al­gunos los vería, sencillamente, como líneas de luz y se daría cuenta que miraba al borde de un disco galáctico semejante al en que se encuen­tra él mismo. Sin embargo, otros podrían aparecer como circular o es­piral, tal como nos ocurre con ciertas nebulosas. En este caso supon­dría que las estaba mirando como alguien encima o en el futuro podría ver su propio universo.

¿Cómo sería posible tal cosa? Debemos responder, solamente si la percepción de estos electrones no estaba, de hecho, confinada absoluta­mente a una dimensión plana. Supongamos alguna ilusión por la re­fracción, alguna oscilación ondulatoria, que permitiera a su percepción abarcar, digamos, sólo dos grados por debajo del nivel de su plano. Un ángulo así sería demasiado pequeño para hacer que se dieran cuenta de algo del pasado, que mereciera hablarse de él, dentro (le su propio uni­verso. Pero proyectado a una distancia inmensa, ciertamente sería su­ficiente para abarcar todo el disco del universo que se encuentra en án­gulo recto con el suyo; es decir, la sección transversal, pero horizontal, de otro cuerpo humano.

De ser verdadera nuestra analogía lo precedente puede probar la sig­nificación del fenómeno celeste que ante nosotros aparece como Vía Lác­tea y como muy distantes galaxias. Representarían secciones de cuerpos inmensos, inconcebibles y eternos para nosotros y de los cuales nada podríamos decir, excepto que deben existir. ¿Pero es esto verdad? No puede haber respuesta directa. Sólo podemos decir que otra escala de vida, estudiada correctamente, revela fenómenos estrechamente com­parables con aquéllos que percibimos en los cielos y los cuales, ahí, en esa inmensa escala, están mucho más allá de nuestra comprensión. Y podemos agregar que, puesto que las leyes naturales deben ser univer­sales y puesto que el hombre no puede por sí mismo inventar un esque­ma cósmico, la analogía, que muestra la correspondencia entre diseños creados por tales leyes arriba y abajo, es quizá la única arma intelec­tual suficientemente vigorosa para determinados problemas.

Esta puede, en cualquier caso, revelar las relaciones. Así es como al estudiar el electrón en el cuerpo humano, vemos bien la escala del ser que pugna por apreciar la estructura, tiempo de vida y propósito de las muchas galaxias, en comparación con el fenómeno de que es testigo.


Fuente: Rodney Collin: "The Theory of Celestial Influence"




































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